Escuche muchas historias de la Guerra del Chaco, de personajes que estuvieron allí, de bolivianos que lucharon por el país, esta que estoy a punto de narrarles, es la que más me conmovió.
Hay instantes indescriptibles en la vida de un ser humano, hechos que no se pueden narrar ya que la emoción, esa sensación de miedo, euforia o incertidumbre que sintieron nuestros padres, abuelos y patriotas que amaron a Bolivia más que a ellos mismos al escuchar las noticias del estallido de la Guerra del Chaco, las sirenas, las campanas de los templos anunciando la misma no pensaron en otra cosa que en defenderla, son estos sentimientos que han quedado entre los recuerdos imperecederos de aquellos que los vivieron.
Ver a las personas corriendo hacia sus casas para llevar la noticia a sus familiares: “La guerra ha estallado”! dice que esa noticia sacudió el espíritu de toda una nación.
Fueron estos momentos en los cuales el valor y el patriotismo se confundieron en un solo anhelo: el “Servicio a la Patria”.
Así fue como el 14 de junio del 1932, ante lo inevitable se produjo el llamamiento a los reservistas que ya habían cumplido su servicio militar para que se presenten a los cuarteles.
En la ciudad de La Paz, el lugar de cita de toda la juventud convocada, la cual, sin distinción de clases sociales, acudió a presentarse, fue el Cuartel de Miraflores.
La sirena de “La Razón” se escuchaba de uno a otro confín de la ciudad, llamando a todos los jóvenes. Dicen que cada vez que se oía esa sirena, todos los muchachos de esa época temblaban de emoción y euforia, la convocatoria también producía en todos los hogares un gran sentimiento de patriotismo.
Todos querían ir a la guerra, la ansiedad en los jóvenes era incontrolable, los deseos de servir a la patria tan vehementes e indisolubles. Ante este hecho las madres sumidas en el dolor más silencioso y disimulado no podían hacer otra cosa que resignarse pues era BOLIVIA que necesitaba de sus hijos.
Con mayor razón en esa época en la cual estos jóvenes participaban de cualquier demostración callejera en contra de la nación que nos había agredido. En esos momentos no se sintió decadencia, solo el deseo abrasador de marchar al frente.
Todos deseaban ser los primeros y era tan grande el entusiasmo de esos muchachos, que hubo muchos que no habían cumplido la edad militar, no obstante, se presentaron para ofrendar su vida y sacrificio a la patria. De ahí tantos menores, casi niños, a quienes no los pudieron rechazar y que combatieron en el Chaco.
Cuantas madres, con el corazón hecho pedazos, demostrando un valor espartano, entregaron sus hijos, hubo algunas que despidieron hacia el frente cinco hijos, quien sabe más, nadie podía eludir esa obligación sagrada, todos estaban conminados a cumplir con su deber.
Después de haberse presentado en los cuarteles, los jóvenes salían de allí uniformados, con lo que la gente de esa época llego a llamar “la mortaja”, o sea el uniforme militar. Así llegaban a sus casas orgullosos y contentos, sin presentir el dolor contenido de sus madres y hermanas, los que disimulando las lágrimas tenían que arreglar los uniformes que no siempre eran bien confeccionados. Una vez que se habían “entallado” las chaquetas, subido las bastillas y recosido los botones, esos noveles soldados lucían bien “pijes “con sus “mortajas” a la medida.
Días antes de la partida al frente, comenzaban las despedidas e invitaciones que se ofrecían. No faltaba la nota social en la prensa que anunciaba los ágapes en honor a los conscriptos que se iban a la guerra, deseándoles mucha suerte y un regreso victorioso.
En esas circunstancias apareció la moda de nombrar “Madrinas de Guerra”, la cual fue copiada también por los paraguayos, estos nombramientos llegaron a ser una verdadera institución. Generalmente se nombraba “Madrina de Guerra” a la novia o a la “polola”, así como a una dama distinguida de la sociedad amiga de la familia.
Bien uniformados iban a visitar la casa de la “futura madrina”, donde eran recibidos con mucho cariño y consideración, después de los saludos de rigor, la tertulia obligada de la guerra, el regimiento al que debían pertenecer, se procedía a nombrar a la Madrina, nombramiento que no se podía rechazar, pues no era algo honorario sino que constituía un deber cívico, quien se iba a negar proteger aun cuando sea con sus oraciones y sus desvelos, a un joven que iba a defender el suelo que nos cobija, la patria amada que está en peligro.
Una MADRINA DE GUERRA se comprometía a escribirle, rezar por él, velar por su madre, por sus hermanas, visitarlas, acompañarlas. Era un compromiso ir a despedirlos a la estación, llevándoles flores, fotos dedicadas, escapularios, medallitas, detentes bordados, coca, dulces, cigarrillos y hasta un mechón de sus cabellos. Es de imaginarse la emoción y el dolor de esas valientes jóvenes quienes como Madrinas de Guerra demostraron su valor y entereza al despedir a sus novios o enamorados a una muerte casi segura, pues nadie tenía la certidumbre de que iban a regresar.
En esas épocas de la guerra, casi todos los días salía un destacamento, a veces dos, según el movimiento de los trenes la Estación Central se llenaba de gente, así como todas las calles de la ciudad.
Allí se producía el último abrazo. Muchos soldados no solo tenían una “madrina de guerra” y en la Estación se veían rodeados de jovenzuelas quienes los llenaban de halagos y recomendaciones. Al despedirse de sus madres recibían la bendición hincados, como un último testimonio de amor materno, algo que los habría de acompañar hasta su regreso.
El tiempo en la Estación Central pasaba volando, las recomendaciones, los abrazos no eran suficientes, las miradas de amor entre esposos y novios fueron eternas, queriendo retener los minutos, prolongar más la presencia del amado, inexorablemente sonaba el silbato de la locomotora que anunciaba la triste despedida, ahí temblaban los corazones, se estremecía el cuerpo de dolor…el ultimo abrazo y el adiós.
Difícil imaginarse el momento enternecedor y sublime, las lágrimas silenciosas preñadas de angustia rodaban por las mejillas de las madres, novias y madrinas, las esposas y hermanas disimulando el dolor oculto que apretaban en sus pechos.
Muchos valientes se hincaban para recibir una última bendición de sus madres, aquellas que los trajeron al mundo y ahora los devuelven:
“Adiós hijo de mi alma…si Dios quiere
volverás, si no, nos veremos en el cielo…” El soldado conmovido con lágrimas en
los ojos:
-Adiós madrecita amada, he de volver
te lo prometo-
¡VIVA BOLIVIA CARAJO!
Se escucha el sonido de la maquinaria
que anuncia la partida del tren afloran los pañuelos blancos en el aire y las
mujeres recién hacen saltar las lágrimas de toda la angustia reprimida en
presencia de los hombres, en ese instante saltan los corazones, mitad del alma
se va con ellos. A medida que avanza el motorizado se escuchan gritos
emocionados de la muchachada que gritando se va: ¡¡Viva Bolivia!! ¡Ganaremos a
los Pilas… Volveremos y triunfaremos!
Pausadamente se aleja el tren, luego
más rápido, más rápido la locomotora se pierde en lontananza envuelta en una
nube de humo, todos en la estación esperan hasta que se esfuma en la mirada,
muchas madres en el andén han quedado postradas de rodillas con los brazos
abiertos, sin soportar el dolor siguen con el alma en los ojos a la máquina que
se pierde como un punto en la distancia.
-Se fue mi hijo…Dios mío! Quién sabe
si lo volveré a ver-
El Soldado boliviano servidor de su
patria se va a la guerra, orgulloso, altivo, lleno de júbilo. Si ellas pudieran
verlos ahora en el tren candando:
“QUIEN TOCA LA PUERTA
YO SOY SEÑORAY VENGO A DESPEDIRME
AL CHACO ME VOY”
Fueron muchos los soldados que
tuvieron Madrinas de Guerra, por todos los lugares donde pasaban o se quedaban,
ya sea muchachas que habían conocido allí o allegadas a la familia. Ellas los
ayudaron, los recibieron y despidieron, los confortaron, curaron sus heridas.
Fue preponderante en ese tiempo la
labor de las madrinas tarijeñas, chuquisaqueñas y orientales, ellas los
recibieron y los siguieron hasta la frontera, curaron sus penas y muchas se
hicieron novias de ellos. En todo el territorio nacional por donde pasaron los
destacamentos, estas mujeres valientes y heroicas no cesaron en sus cuidados,
los alimentaron, animaron y con llanto en los ojos los enterraron.
Se encargaron de escribir noticias a
las madres, contándoles que habían visto a sus hijos, que estaban bien, que se
hallaban partiendo para otros lugares, muchas veces inclusive tuvieron la
dolorosa misión de comunicarles que ellos habían caído en acción. Esta obra
múltiple y compleja de la retaguardia, especialmente en la labor que efectuaron
las señoritas “Madrinas de Guerra”, tuvo una eficiente labor de aliento, valor
y entrega, la misma que vitalizo el corazón de los combatientes, sin ellas sus
glorias aun siendo grandes no hubieran sido completas.
A todos los soldados, madres y madrinas
bolivianos, les agradecemos. Son la gloria de la nación. Soldado reverente
héroe anónimo, hijo del pueblo que al conjuro de la palabra mágica “BOLIVIA”
diste tu sangre y tu vida a ti te saludamos héroe inmortal que defendiste
denodadamente los más sagrados principios de justicia y libertad de nuestra
nación, que, si bien perdió esa batalla, ¡jamás fue derrotada en su espíritu!
Tus proezas legendarias serán cantadas
por los poetas y tu sombra vagara por las selvas y cañadas inmensas del Chacho,
montara guardia por los siglos de los siglos en beneficio de nuestra patria.
Isabel Velasco
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